[FOTOS] Cuarentena por coronavirus: Escasez de agua y trabajo ambulante en Lima
“Cuídate mucho” le dice Clementina a su hija por teléfono, tratando de contener las lágrimas, mientras escala el cerro Las Conchitas para llegar a su casa en Villa María del Triunfo, luego de bajar a comprar víveres. Su hija es soldado del Ejército Peruano y está destacada en la frontera con Chile.
El estado de emergencia decretado por el gobierno del presidente Martín Vizcarra para frenar la expansión de la pandemia del coronavirus en el país, continúa tras más de treinta y ocho días de aislamiento social obligatorio para todos los peruanos dentro de sus casas. Mientras la jornada prosigue con más de quinientos setenta fallecidos y de veinte mil infectados, no todos los ciudadanos han acatado con tanta facilidad el encierro, entre calles ocupadas militarmente y barrios con abismales inequidades económicas.
Mientras la mayoría de arterias de Lima y demás ciudades del Perú son férreamente vigiladas por militares y policías que detienen y piden documentación a cualquier transeúnte o vehículo civil que circule, rara vez algún uniformado es avistado en las alturas del asentamiento humano Ciudad de Gosen, en la zona también conocida como Ticlio Chico. Aun así, los vecinos saben que no deben alejarse mucho del barrio ni abandonar sus hogares sin mascarilla. Los ancianos sí están estrictamente confinados en las casas.
Pero no es tan fácil cumplir con las recomendaciones de higiene de las entidades de salud sin agua. Mientras en las faldas del cerro los hogares construidos por migrantes que llegaron a Lima en los años noventa tienen conexión de agua potable, desde antes de la cuarentena el servicio solo viene llegando por las mañanas hasta el mediodía.
El mismo horario tiene el único caño al que acuden por sus baldes temprano en la mañana cientos de familias que viven en la parte alta del cerro, las cuales no cuentan con ninguna conexión, más allá de los tanques que cada hogar ha adquirido por su cuenta. Si bien además hay otro colector de agua en la cima de Las Conchitas, no es lo mismo cocinar o asearse sin un caño dentro de casa.
Clementina es natural de la región de Amazonas y junto a sus vecinas, llegaron a las laderas más elevadas del cerro Las Conchitas en el 2007. En el 2013 lograron que la Municipalidad de Villa María del Triunfo les otorgue certificados de posesión de sus viviendas, pero falta mucho para un título de propiedad. Casi ninguna logró acceder al bono de trescientos ochenta soles otorgado por el Estado peruano a finales de marzo para familias vulnerables. Con los pocos recursos que tiene ahorrados, tiene que subir y bajar interminables escalones cada dos días para comprar alimentos más baratos.
Mientras los últimos estertores del sol veraniego calientan Lima, los vecinos de Ticlio Chico intentan no malgastar el agua de sus depósitos caseros. La mayoría tiene un tanque de aproximadamente mil litros que en promedio dura unos cinco días para cada familia con dos o tres hijos.
Los uniformados obligan a bajar de los buses de transporte público a quienes no porten una mascarilla para protegerse del virus, mientras los inspectores municipales impiden que viajen atiborrados de pasajeros. Asimismo, los suboficiales del Ejército apostados en la entrada del terminal pesquero de Villa María del Triunfo advierten que no desean ser fotografiados. A un lado del popular mercado, las pequeñas calles son ocupadas por vendedoras ambulantes que ofrecen verduras y frutas, siempre cubiertas con guantes quirúrgicos y barbijos, dado que la mayoría son madres solteras dentro del rango de edad vulnerable de la pandemia.
Érica vende cada una de sus jugosas piñas a tres soles. Intenta no especular con los precios. Afortunadamente, mientras mantengan un orden alienadas a la vereda desde que llegaron hace tres años, el municipio ha acordado no desalojarlas a la fuerza. Ella está muy animada por organizarse junto a sus compañeras vendedoras de la Asociación Unidos por el Progreso de Villa María del Triunfo- Pesquero, dado que la mayoría tampoco figura en la primera lista de acreedores del bono.
Un buen día puede obtener treinta soles como ganancia neta. “La mayoría de peruanos no tenemos un sueldo fijo, un seguro”. Érica guardó cuarentena en su casa la primera semana de estado de emergencia, pero luego empezó a salir cuando se le acabaron los ahorros. “Hemos tomado las precauciones del caso. Tenemos alcohol, desinfectante. Llego a mi casa y lo primero que hago es quitarme la ropa y lavarla todos los días, echarle lejía. Corremos el riesgo, pero ¿qué vamos a hacer? Es todo por el bienestar de nuestra familia”.
Fotos de Alan B.
Al otro lado de la ciudad, las más de doscientas familias indígenas de la etnia shipibo konibo de la comunidad de Cantagallo aún siguen viviendo en precarias casas de madera sin conexión de agua ni un baño al interior. En el mismo terreno al lado del río Rímac que vienen ocupando desde inicios de la década de los 2000, luego del trágico incendio a fines del 2016 y el retorno al lugar del año pasado.
Si bien las autoridades municipales y del Ejecutivo les envían un camión cisterna con agua y otro con sacos de víveres con cierta regularidad, la imposibilidad de salir a vender sus valoradas artesanías ha mellado su frágil economía. Con el endurecimiento de los controles policiales al tránsito de personas en la ciudad, ya ni siquiera pueden ir a los baños públicos cercanos. Las familias indígenas han empezado a fabricar mascarillas artesanales con motivos amazónicos, pero tampoco pueden venderlas al exterior.
Mientras Érica y sus compañeras en Villa María del Triunfo no temen la violencia municipal, para las trabajadoras ambulantes de los alrededores del mercado minorista de La Parada la amenaza parece inminente en todo momento desde que inició la gestión del alcalde George Forsyth. Pese a estarse convirtiendo en uno de los principales puntos de abastecimiento de la ciudad, la prensa los acusa de ser irresponsables y el burgomaestre promete a la opinión pública sacarlos de ahí como hizo en Gamarra hace un año, emporio textil que está totalmente cerrado por la cuarentena.
Gladys es dirigente de las vendedoras en la cuadra dieciocho del jirón Hipólito Unanue. Sus verduras brillan de frescas al sol y aún recuerda el terrible encierro al que el municipio las sometió en setiembre pasado para coaccionarlas a abandonar sus puestos. Dado que solamente quienes venden víveres e implementos de aseo pueden seguir laborando, quienes comercializan ropa, útiles escolares y otros no están asistiendo durante la cuarentena, pero han dejado sus puestos encadenados en la calle. Esto dificulta la realización de una asamblea general de ambulantes para organizar una fumigación de todo el jirón, aunque no dejan de llevar a cabo jornadas de limpieza.
Lucy desgrana las mazorcas de maíz que vende a cincuenta céntimos en su mesita en el jirón Unanue. Afirma que se sentiría mal subir los precios, pese a la histeria colectiva a inicios de la cuarentena. Con su trabajo se mantienen ella, su esposo, sus dos padres ancianos y sus dos hijos estudiantes. Tampoco recibió el primer bono “¿Qué hacemos, joven? Nosotros vivimos de esto”.
“Se escuchan rumores de que vamos a ser desalojados. Le pediría al alcalde que no nos haga esto. Si de acá no botan ¿A dónde vamos a ir? Le rogaría a Forsyth que censen a la gente que somos ambulantes. Que haga un padrón y nos ordenemos” Desde hace cuatro años trabaja en esa mesita, antes vendía caminando por la zona. Recuerda la violencia del desalojo de La Parada del 2012. Vive en la misma quinta del pasaje Bondy en La Victoria en la que nació el mítico cantante de cumbia Chacalón, donde ahora hay un lío con una vecina que pretende usurpar la propiedad de todo el inmueble y desalojarla.
Los comerciantes informales se han ordenado para ocupar solamente los lados del jirón y dejar libre el centro, así como el uso de barbijos y guantes. También han juntado sus propios padrones de afiliados para solicitarle al Ministerio de Trabajo que sean considerados para el segundo bono que sería entregado en abril.
Fotos de Alan B.
Mientras a los ambulantes se les acusa por trabajar, el Ejecutivo exoneró a las empresas mineras de la cuarentena, al considerar la minería como una actividad económica supuestamente esencial. Ya van diez trabajadores mineros infectados de coronavirus, sin contar el peligro para las comunidades indígenas que ya son afectadas por la contaminación.
En el mismo rubro, las familias de los niños de Cerro de Pasco afectados con metales tóxicos en la sangre por la contaminación minera, quienes protestaban en Lima, tuvieron que refugiarse en distintos albergues para asilarse, solamente con una promesa verbal de la anterior ministra de Salud de ser atendidos en el extranjero.
También se vieron forzados a seguir laborando los obreros de la transnacional Backus, quienes refieren que seguían embotellando cerveza como si fuera una bebida de primera necesidad. Dos de ellos contrajeron coronavirus a fines de marzo, según denuncia el mismo sindicato.
Otro gremio vulnerable ante la pandemia es el de las trabajadoras municipales de limpieza pública, quienes acusan que tienen que limpiar las calles sin los mínimos implementos de seguridad. Una compañera del Callao murió del virus en pleno jueves santo.
La indignación de los sindicatos y la clase trabajadora en general llegó a mitad de abril con el decreto que autorizó la llamada suspensión perfecta de labores, figura legal por la cual las empresas podrán enviar a los trabajadores a sus hogares sin pagarles sueldo hasta por noventa días. Pese a que la excusa del gobierno y la derecha neoliberal fue auxiliar a las pequeñas y medianas empresas, la medida nació de las nueve propuestas laborales del poderoso gremio económica de la Confiep dirigido a la ministra de Trabajo el primer lunes del mes. La inamovilidad impidió las protestas sindicales contra la norma, pero indudablemente fue una estocada contra la popularidad del gobierno neoliberal de Vizcarra.
La violencia de género no se detuvo por el estado de emergencia. Ciento veinticinco mujeres fueron violadas durante los treinta y ocho días que corren, de las cuales al menos veintisiete son niñas. Se han registrado seis feminicidios, todos según cifras del mismo Ministerio de la Mujer.
A fines de marzo el nuevo Congreso peruano aprobó la Ley 31012, denominada Ley de Protección Policial, basada en un anterior proyecto de ley del Partido Aprista del anterior parlamento, por el cual los policías y militares podrían disparar sus armas completamente libres del principio de proporcionalidad, además de la imposibilidad de que un juez les dicte prisión preventiva o preliminar si matan o hieren mientras cumplen sus funciones. Los organismos de derechos humanos y el mismo Poder Ejecutivo se pronunciaron en contra, por lo que su derogatoria parecería inminente. Sin embargo, los uniformados han sentido un eventual respaldo de la opinión pública para cometer abusos contra varios los más de detenidos durante el estado de emergencia. La militarización de la vida cotidiana se ha normalizado en un país donde para muchos quedarse o no en casa implica escoger entre la salud o el sustento diario.