Ysabel Rodríguez Chipana y la violencia sexual en el conflicto interno

El ex militar y la campesina se miran frente a frente dentro del juzgado ante los magistrados, a treinta años de ocurrido el crimen. Ysabel no duda en decirle: “Señor Urresti ¿Cómo me vas a decir que soy terrorista? ¿Tú me has probado que yo soy terrorista? ¿Me has agarrado detenida como terrorista? No es así. Métete en la cabeza: yo no soy terrorista. Soy de autodefensas. Nosotros hemos ofrendado nuestra vida. Yo vengo con la verdad, no como usted, comprando testigos, ofreciendo dinero en Quinrapa ¿Por eso yo voy a ser terrorista?”

En el 2003, el informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) lanzó la cifra de quinientas treinta y ocho víctimas de violación sexual durante el periodo de guerra interna que vivió el Perú durante los ochenta y noventa. Once hombres y el resto mujeres, en su gran mayoría campesinas e indígenas, el grupo más vulnerado en esos veinte años. El ochenta por ciento de los casos de violencia sexual fue perpetrado por militares, mientras que los demás fueron cometidos por los grupos terroristas Sendero Luminoso y el MRTA que practicaron la esclavitud sexual con mujeres del campo secuestradas.

“EL CUERPO DE LAS MUJERES COMO UN BOTÍN”

Según cifras de Demus, ONG de defensa legal de la mujer, de los más de seis mil casos de crímenes sexuales durante este periodo, sólo veinte han sido investigados, cinco han llegado a juicio y solamente uno obtuvo justicia. María Ysabel Cedano, abogada feminista y directora de Demus, asegura que hay muy poca voluntad por parte del sistema judicial peruano por darle un tratamiento debido a estos casos. Advierte que no se valoran los testimonios de las víctimas, además que se pretendería dar impunidad a los delitos sexuales cometidos por las Fuerzas Armadas.

Son dos los casos de violación sexual investigados en la CVR. El primero es el de Magdalena Monteza Benavides, secuestrada por efectivos del Ejército cuando era estudiante de la Universidad La Cantuta en 1992, violada en una base militar, injustamente encarcelada hasta 1998 como terrorista, sin serlo, dando a luz a la hija de sus captores en prisión. Es el único en el que se ha conseguido una condena judicial tras veinte años, pero la sentencia fue por delito de tortura y no por violación.

El segundo caso es el de las comunidades campesinas de Manta y Vilca, en las serranías de Huancavelica, donde los soldados hicieron de las violaciones a las lugareñas una práctica cotidiana durante los ochenta. Mientras que lo ocurrido con Magdalena fue un caso particular perpetrado por un grupo de efectivos, en Manta y Vilca las violaciones fueron parte de una política sistemática castrense, que se repitió en otras comunidades donde hubo bases militares. Es por esto que no se está juzgando ante los tribunales como simple tortura, sino como delito contra la libertad sexual, como crimen de lesa humanidad. Para María Ysabel, cabe determinar que sí hubo una política general de violencia sexual por parte de los agentes del Estado: “Cuando se usa como un arma de guerra, cuando se usa el cuerpo de las mujeres como un botín”.

En 1983, los terroristas de  Sendero Luminoso tomaron Manta y Vilca para impedir las elecciones municipales. El gobierno declaró estado de emergencia y en 1984 los militares asumieron el control, estableciendo un cuartel y practicando el arrasamiento, quemando casas. Mucha gente huyó y murió en los cerros por falta de comida o por frío, volviendo luego al pueblo controlado por el Ejército. Desde ese año, Demus ya contactaba con las mujeres de estas localidades que huían de las violaciones. “Una caminó durante días con su hija producto de la violación y llegó a Cañete a pie. Y eran prácticamente niñas, entre catorce y diecisiete” asegura María Ysabel. Afirma que la violación no solo fue usada como tortura sino que también las violaban en las casas, en el campo o en la base cuando querían, para mantener que la comunidad tenga miedo y se someta. “Es la manera de controlar a los hombres de la comunidad a través de los cuerpos de las mujeres”.

María Ysabel reprueba los criterios aplicados por los jueces en el proceso: “Ellos están en la lógica de si había o no consentimiento. Nosotras nos hemos abocado a probar que había un contexto de tal violencia que prácticamente Manta y Vilca era un campo de concentración, no tenía mallas pero la vida de toda la comunidad dependía de los militares. Para poder salir y ejercer libertad de tránsito, tenías que pedir salvoconducto, pedir permiso. Los domingos pasaban lista y tenían que proporcionar alimentos”. En una de las audiencias, la magistrada le preguntó a una víctima por qué después ser ultrajada se quedó toda la noche con su violador, un soldado armado que la tenía aterrorizada. “No tienen que probar qué pasó ese día, tienen que probar cómo cambió su vida”.

YSABEL A URRESTI: “PORQUE TÚ ME HICISTE DAÑO”

Ysabel Rodríguez Chipana nació en la pequeña comunidad campesina de Quinrapa-Erapata, fuera de la ciudad de Huanta, en la montañosa región de Ayacucho. Creció en los años sesenta de la mano de su madre, Manuela Chipana, lideresa campesina que luchó por los derechos de los agricultores contra los hacendados que explotaban a su familia. Tras la agitación política que vivió en su niñez, seguiría la violencia que Sendero Luminoso desató en la sierra del Perú.

Para 1984, una joven Ysabel seguía viviendo en Quinrapa con su esposo y sus niños. Poseía una pequeña tienda. Un día, los senderistas llegaron armados y la obligaron a entregarles alimentos para continuar su guerrilla en las montañas. “Por temor he dejado que se lleven, sino me matan”. La extorsión se incrementó cuando le llegó una carta anónima exigiéndole un monto de dinero. Ysabel no les entregó ni un céntimo y empezaron las amenazas personales. Al ver que la extorsión no tenía resultado, los senderistas cargaron con toda la mercadería de la tienda, se llevaron el ganado y la despojaron de un pequeño terreno. Aun así, Ysabel volvió a levantar su tiendita y continuó viviendo amenazada.

Por un lado, los militares consideraban terrorista a cualquier persona que colabore con Sendero Luminoso, sin importar si era obligada a punta de pistola. Por otro, los terroristas apodaban yana huma (cabeza negra) a quienes no les ayudaban e igualmente les acusaban de colaborar con los agentes del orden. Entretanto, los soldados del Ejército no perdían la costumbre de apropiarse de animales de granja y cargar sus camiones con la leña en cada comunidad que patrullaban.

Sharmelí era una adolescente cuando vivía en Huanta con su padre, el recordado periodista Hugo Bustíos: “Fue un período muy difícil. Mi papá como periodista hizo un importante registro fotográfico de esos años de violencia. Cuerpos tirados en las carreteras, degollados, maniatados. Fueron años de miedo, de terror, porque estábamos sometidos a la fuerza bruta. Fue una situación muy tensa”. Sharmelí iba al colegio asustada como todos los escolares, en tiempos en los que los terroristas dinamitaban torres de alta tensión, dejando al pueblo sin electricidad. Los burros bomba eran habituales: “Los domingos que se llevaban a cabo las ferias en los mercados. Tú veías un burro y tenías que hacerte a un lado, porque los gritos eran ¡Hay burro bomba! y explotaba”. Los militares allanaban las casas a la hora que deseaban, incluyendo la noche y la madrugada, irrumpiendo con pasamontañas y la mayor violencia posible. “¿Cuántos niños no tuvieron infancia? Tantos adolescentes no están acá para contarlo, porque todo el mundo era sospechoso”.

Cansados de tantos abusos cometidos por los senderistas, a partir de 1986, Ysabel y los demás agricultores de su comunidad formaron rondas campesinas para combatirlos. Esa fue la respuesta organizada de los campesinos contra el terrorismo. Para 1987 la estrategia general de las Fuerzas Armadas era brindar apoyo a estos comités de autodefensa. Cuando salían a patrullar, los efectivos del Ejército marchaban con los ronderos caminando adelante, por si los senderistas aparecían y disparaban. Mientras las tropas y los subversivos contaban con rifles de asalto automáticos en cada bando, Ysabel y sus compañeros utilizaban hondas artesanales o huaracas para lanzar piedras. Los ronderos se apostaban en las esquinas de Huanta y del cuartel militar de Castropampa, ubicado en dicha ciudad, para resguardarlo mientras los soldados permanecían acantonados al interior. Normalmente eran las mujeres quienes asumían el mando de las rondas, puesto que los ronderos hombres temían dejar a sus familias sin sustento si fallecían al ser blanco de los senderistas. Ysabel recuerda que un día de patrulla rutinaria se acercaron a un pequeño pueblo, los ronderos delante como de costumbre. De los cerros cercanos llovieron disparos senderistas. Ella y el resto de mujeres se tumbaron al suelo para evitar las balas, mientras los campesinos varones respondieron a las ráfagas de ametralladoras con las piedras lanzadas desde sus hondas.

A mediados de 1988, la campesina refiere que ella y sus compañeros construyeron el muro perimétrico del cuartel de Castropampa, tiempo en el que tuvo el desagrado de conocer al capitán Arturo, Daniel Belizario Urresti Elera, y al capitán Ojos de Gato, apodo de Amador Vidal Sambento, a quien muchos lugareños recuerdan por su brutalidad. El uso de sobrenombres era muy común entre los militares peruanos en los ochenta. Ysabel recuerda que cuando ella y sus ronderos concurrieron por primera vez para iniciar la construcción, al interior del recinto los recibieron ambos oficiales y el sargento Centurión, sobrenombre de Johnny Zapata Acuña, también famoso en Huanta por su crueldad, quien hoy figura como fallecido en los registros de identidad, aunque se desconoce su verdadero paradero. “¡Conchesumadres! ¡Terrucos de mierda! ¡Si no se comportan bien, ya saben con nosotros!” Los uniformados siempre insultaban de terroristas a los ronderos que enfrentaban a Sendero más que ellos mismos.

En la mañana del veinticuatro de noviembre de 1988, los senderistas asesinaron a la campesina Primitiva Jorge junto con su hijo Guillermo Sulca, en su casa de la comunidad de Quinrapa-Erapata, cerca de donde vivía Ysabel. En esa semana, Sendero Luminoso había convocado a un paro armado, es decir, una huelga en la que matarían a quien encontraran trabajando. Todavía era muy temprano por la mañana cuando la rondera estaba amarrando la alfalfa que había cortado a un burro, para transportarla, cuando apareció el periodista Hugo Bustíos en su moto. Él quería ir a fotografiar el interior de la casa de Primitiva Jorge y al encontrarla preparándose para trabajar, le advirtió sobre el paro armado, llamándola cariñosamente Negrita al saludarla. Tras preguntarle la dirección de la mujer asesinada, Hugo partió raudo.

Bustíos enrumbó a la casa de Primitiva junto con otro amigo periodista, Eduardo Yeny Rojas Arce. Sin embargo, los militares que encontraron allí no les permitieron fotografiar el lugar. Tampoco les dejaron cuando regresaron por segunda vez, acompañados de policías que también investigaban el crimen. El hombre de prensa fue a Huanta a pedirle permiso al comandante de la base de Castropampa, el ex teniente coronel Víctor La Vera Hernández. Regresó a Quinrapa en su moto y acompañado de Rojas. En la puerta del fortín, la esposa de Hugo vio salir un camión militar con varios sujetos que vestían camisetas blancas. En dicho vehículo también fue visto Pascual Sulca, el otro hijo de Primitiva.

Ysabel asegura que no notó el paso del auto de la Policía, pero sí el del enorme camión que se estacionó detrás de su casa. Indica que del vehículo bajaron cuatro hombres con camisetas blancas y pantalones de jean y que dos de ellos se metieron a a una casa al frente de la suya y los otros dos en su hogar. “Dos se han metido a mi cocinita, usted con Centurión” le increpa Ysabel a Urresti durante el juicio en la Sala Penal Nacional, ya en el 2018.

Al rato de ver su casa invadida por uniformados, Ysabel observa avanzar a Hugo Bustíos en su moto, con su colega periodista en el asiento trasero. Cuando disminuyó la velocidad en un bache, los miembros del Ejército soltaron ráfagas de metralletas contra él. En vano gritó: “¡No disparen, somos periodistas!”. “¡Yeny, corre, son militares!” dijo Hugo antes de morir, mientras su compañero escapaba herido. Ysabel observaba despavorida desde su casa cómo acababan de matar al padre de Sharmelí. En las audiencias judiciales, el ex capitán llega al colmo de increparle a la campesina por no saber reconocer el tipo de arma que portaban los asesinos.

Margarita Patiño, la madre de Sharmelí, Maquita como la llamaban, había acompañado a Hugo al cuartel y se quedó en la puerta esperando mientras él hablaba con La Vera. Luego regresó a su casa para cocinar. Alejandro Ortiz, un vecino, irrumpe en la casa: “¡Maca, Maca! ¡Al doctor lo han matado!” Sharmelí recuerda exactamente ese momento: “Confusión, llanto, desesperación, angustia”. Luego que Eduardo Arce huyera del tiroteo, los asesinos le pusieron una granada al cuerpo de Hugo Bustíos. El cuadro que encontró Margarita al llegar al lugar fue aterrador. Una mano salió disparada metros lejos del cuerpo y una tetilla colgaba de un árbol cercano. Meses después, Ortiz fue misteriosamente asesinado. Arce fallecería en una cama de hospital en 1991 y Maquita moriría en un accidente de carretera en el 2016.

Fotos de Jai G. y Alan B. 

Tras el crimen contra Bustíos, Ysabel huyó asustada a dormir en Huanta. Al día siguiente regresó al campo y sus compañeros ronderos le indicaron que tenían que presentarse junto con los comités de diversas localidades en el cuartel de Castropampa el sábado veintiséis, es decir, dos días después del crimen. A las nueve en punto de la mañana, los campesinos que integraban las autodefensas estaban en la puerta del recinto, pero los hicieron esperar hasta el mediodía.

Ysabel recuerda que contó a sus doscientos setenta y tres ronderos que entraron con ella. Ella niega que dicha reunión haya existido. Una vez adentro, vieron a un hombre vestido de civil y tapado con una frazada en lo alto del torreón. Era Pascual Sulca, hijo de la fallecida Primitiva. Centurión y el capitán Arturo les gritaron como de costumbre: “¡Conchesumadre, terrucos de mierda, fórmense de dos filas!” El capitán Ojos de Gato estaba presente. Pascual iba señalándoles a los oficiales qué personas debían detener. Los militares echaron a todos, reteniendo solamente a doce hombres y seis mujeres, entre ellas Ysabel con su bebé a la espalda.

Condujeron a las seis campesinas a una carpa, donde les taparon los ojos. Ysabel refiere que el capitán Arturo la tomó de un brazo y la llevó a otra carpa: “¡Terruca conchetumadre, ya sabes! ¡Terruca!” Una vez adentro, le arrebató el bebé. “Le bota a mi hijo, me agarra del pecho, y éste señor, me da ganas de decirle cualquier cosa, me tumba al suelo y abusa de mí. Sus palabras, sus gestos, yo nunca me voy a olvidar porque éste señor a mí me ha hecho daño. ¿O me vas a decir que no? ¿Te vas a negar, señor Urresti?”. Treinta años después, es así como Ysabel le cuenta a los jueces en una pequeño sala judicial de Lima, cómo fue violada por el ex oficial del Ejército.

Los hombres detenidos en Castropampa aquel sábado fueron torturados. Todas las mujeres fueron violadas. Jesús Bernardino Gálvez, campesino que vivía cerca de la chacra de Ysabel y que también había escuchado las ametralladoras contra Hugo Bustíos dos días antes, fue uno de esos prisioneros. Relata haber sido colgado con cuerdas de los brazos e incluso jalado de los genitales por los uniformados. Mientras los soldados lo interrogaban sobre el asesinato del periodista de Caretas, escuchaba en una carpa contigua el llanto de un bebé. “¡Habla o te quedas!” lo amenazaron, para luego hacerle firmar una hoja en blanco.

Tras la tortura, los ronderos detenidos fueron llevados ante la Policía y liberados recién el treinta de noviembre. Caminando de regreso a su casa, cerca de un establecimiento carcelario, Ysabel nota que Pascual Sulca la venía siguiendo, por lo que, asustada, prefiere pasar la noche en la casa de su hermana en Huanta. Al día siguiente regresó a su hogar en Quinrapa, donde el capitán Arturo irrumpió junto con una patrulla de soldados. “¡Conchatumadre, terruca, solamente tú sabes lo que ha pasado! ¡Si vas a hablar, vas a decir cualquier cosa, te voy a matar, te voy a hacer polvo!” La llevó junto a un árbol grande en su patio, le arrebató y arrojó a su bebé al suelo sin miramientos y la violó por segunda vez. “Yo estaba calladita, no podía hablar nada, estaba con susto”.

Mientras el ex teniente coronel Víctor La Vera y el ex capitán Amador Vidal, ambos oficiales del cuartel Castropampa, ya purgaron unos pocos años de cárcel desde el 2007 por la muerte de Hugo Bustíos, aún no se termina de juzgar al ex general Daniel Urresti, quien en 1988 era capitán de inteligencia en Huanta. En el 2014, mientras se desempeñó como alto comisionado contra la minería ilegal, se le responsabilizó de la represión contra el paro regional de Madre de Dios, que se saldó con la muerte de un civil por disparos policiales. Al año siguiente, como ministro del Interior, envió a la Policía a sofocar las protestas en Pichanaki, muriendo otro manifestante baleado. Postuló fallidamente a la presidencia del Perú en el 2016 y se presenta como candidato a la alcaldía de Lima en el 2018.

Fotos de Jai G. y Alan B.

La defensa de Urresti en el juicio consiste en tildar a Ysabel de terrorista, pese a ser rondera. Esto debido a que su nombre aparece en el patrón de la Ley de Arrepentimiento que se promulgó en la dictadura fujimorista para beneficiar a senderistas que querían reintegrarse a la vida civil. Sin embargo, ya desde 1997 los organismos de derechos humanos y la Defensoría del Pueblo señalaron la arbitrariedad con la que indígenas, campesinos y comunidades enteras, muchos de ellos analfabetos y desconocedores de sus derechos, terminaron incluidos en estas listas, sin haber nunca pertenecido a Sendero Luminoso. Ysabel relata cómo el sargento Centurión acostumbraba anotar en la lista de terroristas arrepentidos a cualquiera, siquiera por darles comida, agua o por haber sufrido robo por parte de los subversivos o haberlos visto pasar.

“¿Cómo me vas a tratar que soy terrorista yo? ¿En algún momento me has encontrado en las filas de los senderos? A mí me han hecho daño los senderos, me han robado ¿Y yo voy a ser terrorista? ¡Cuánta gente más bien ustedes han matado! ¡Los militares cuántos han matado! ¡Si no fuera por nosotros, no hubiera habido pacificación!” fue la airada respuesta de Ysabel ante las calumnias del ex oficial de inteligencia.

Urresti se excusa asegurando que en los ochenta utilizaba barba y cabello largo, algo por demás muy inusual en un oficial de cualquier ejército del mundo. Sin embargo, Ysabel y Jesús Bernardino Gálvez confirman que llevaba el típico corte de cabello militar, sin barba. Asimismo, el ex ministro del Interior afirma que como oficial de inteligencia nunca salía de su oficina dentro del fortín, ni a patrullar ni mucho menos a hacer detenciones. Aunque resulta bastante inverosímil que un efectivo de inteligencia sea ajeno a las operaciones de su unidad, encubiertas o de uniforme.

A inicios del 2015, Ysabel viajó a la capital Lima con otros ronderos veteranos de la Asociación Pacificadores de Huanta, para exigirle al gobierno del Perú un reconocimiento oficial. Un día martes, ella esperaba sentada en una banca de la plaza mayor de Lima: “Escuché su voz que nunca jamás me voy a olvidar”. Lo vio parado a unos metros, sin el uniforme castrense sino con un elegante traje. Se acercó un poco hasta reconocerlo. “Jamás me voy a olvidar sus miradas fijas que tiene él”. Fue a partir de ese momento que supo que el capitán Arturo, aquel que violentó su vida para siempre, era el entonces ministro del Interior. “Señor Urresti, yo que sé si eres ministro o quién seas. Si has sido un hombre importante, yo que sé. Yo no soy preparada, yo no soy educada como usted. Yo no sé si tú has sido ministro, presidente, yo no sé. Porque tú me hiciste daño”.

“FUE UN ESTADO MACHISTA, UNAS FUERZAS MILITARES MACHISTAS”

Para Mariel Távara, psicóloga de Demus que acompaña a las víctimas de Manta y Vilca, la experiencia de la violación sexual de estas mujeres ha sido más traumática porque se inscribe también en una historia de exclusión social y de ausencia del Estado en otorgarles una reparación o algún tipo de tratamiento para salvaguardar su salud mental. “Organizándose entre ellas mismas es que han podido ir sanando sus heridas, tanto en términos de salud mental como de recuperación de sus proyectos de vida”.

La psicóloga acusa que los jueces no le han permitido acompañar a las campesinas. Pese a que tres mujeres que han declarado en la Sala Penal Nacional en Lima tuvieron a una psicóloga del Estado detrás, otras seis víctimas durante el juicio en Huancayo no tuvieron acompañamiento. Inclusive, un funcionario les dijo que no declaren si les va a hacer daño. Señala que son las mismas víctimas las que quieren dar su testimonio ante los tribunales, porque es una forma de reparación. “La declaración en sí no va a ser la situación revictimizante, sino las características y las condiciones en que esto se dé”.

En las pericias psicológicas,  Mariel encuentra signos de depresión entre las secuelas. “Una somatización del cuerpo de estas mujeres, que se refleja en ciertos dolores, mucho malestar físico, alojado además en el vientre, que tiene que ver con la reproducción, con la salud sexual también, que es lo que es violentado, y en la cabeza, que es donde se aloja el estrés, las preocupaciones”. También nota una baja autoestima, originada de la edad en que se dio la violencia sexual, entre catorce y dieciséis años.

“Hay una estigmatización de sus comunidades, como si ellas hubiesen querido o por qué se dejaron violar. Ha habido mucha carga durante muchísimos años en estas nueve mujeres en específico, de culpa” precisa Mariel acerca del machismo imperante en muchos pueblos campesinos de los Andes. “Son dobles víctimas, son víctimas de violación sexual, de embarazo forzado y además tienen que desplazarse para poder estar un poco más tranquilas, porque en la comunidad se les despreciaba” precisa Mariel Távara.

“No se puede exponer tanto tiempo a tanta angustia a mujeres que llevan más de treinta años con este dolor, con sed de justicia. Es una revictimización. Fue un Estado machista, unas fuerzas militares machistas, que pensaron que se podía ganar a los subversivos con violencia sexual incluida” opina María Isabel Cedano.

Aunque en el juicio por el caso Manta y Vilca ante la Sala Penal Nacional se ha logrado acusar a oficiales y subalternos que operaron la base castrense, ha sido imposible llevar a tribunales a los altos mandos, pues el Ministerio de Defensa niega el acceso a la información militar de esos años.

Por su parte, Ysabel participa como testigo en el juicio contra Urresti por el asesinato de Hugo Bustíos. Del mismo modo, se prepara para denunciarlo por violación sexual y por calumniarla de terrorista. Al término de la audiencia judicial, las cámaras de televisión brindan mucha más cobertura a las declaraciones de un ex ministro que a las de una desconocida agricultora quechuahablante. Hasta hoy continúa participando en las rondas campesinas de su comunidad Quinrapa-Erapata, pues aunque el terrorismo de Sendero ya fue derrotado, nunca dejará de organizarse para cuidar su pueblo ante cualquier nueva amenaza.

Testimonio de Magdalena Monteza Benavides ante la CVR en el 2002

Alan Benavides

Terminé Periodismo, fotografío protestas y escribo sobre conflictos sociales. No confío en ningún gobierno, ninguna forma de poder económico ni violencia uniformada.