Sonia Muñoz: Superviviente de ejecución militar no obtiene justicia treinta años después
El camión militar se detuvo en un paraje de Pirhuacocha, fuera del pueblo de Churcampa, en medio de los Andes, la noche del dieciocho de mayo de 1988. Los soldados bajaron a Sonia Muñoz, poniéndola en cuclillas en el suelo de tierra. Le dijeron que se iría a casa, pero le dispararon tres veces, dos en la cabeza y una en el pecho. “No quiero morir” pensó. Apenas sostenía la respiración por el frío y aún tenía hinchada la cara por los golpes. “Ya murió. Vámonos”. Mientras se iban, ella quería gritar para que vuelvan y la rematen, pero se arrepintió: “No. Primero son mis hijos. Yo tengo que salir de acá”.
En los años ochenta, las montañas centrales del Perú fueron el epicentro de la sangrienta guerra interna que duraría dos décadas. Los campesinos, estudiantes y trabajadores se convirtieron en víctimas inocentes del fuego cruzado entre los militares y el movimiento terrorista Sendero Luminoso. Mientras los senderistas arrasaban las comunidades campesinas que se negaban a apoyarlos, la Policía y las Fuerzas Armadas hicieron de las torturas, desapariciones forzadas y ejecuciones extrajudiciales una práctica común, gozando de total impunidad en regiones olvidadas y alejadas de la capital Lima. Ciudades como Huamanga y Huanta en la región de Ayacucho o pequeñas urbes como Churcampa, en la región de Huancavelica, vivieron más cotidianamente la terrible violencia política de esos años.
Sonia Muñoz residía en el pueblo de Churcampa desde 1975, con su esposo Fortunato Yangali y sus cuatro hijos, muy cerca de la región de Ayacucho. La hija mayor, Luyeva, cuenta que su papá era profesor y también trabajaba en el registro civil de la municipalidad. En la pequeña tienda que era parte de su casa, la mujer se encargaba los servicios de correos de Churcampa. La gente venía a recoger sus cartas de los pueblos aledaños. Ella les llevaba sus cartas a autoridades conocidas, como al párroco o al alcalde. Entregaba las cartas a cualquier persona del pueblo, sin saber quién era quién. “Mi papá era líder, eran gente que reclamaban derechos, educación. Mi papá decía ‘Acá el pueblo tiene que educarse, hay que hacer colegios’ Entonces, en esa época era un profesor, era mal visto” reflexiona Luyeva.
A mitad de octubre de 1983, según relata Luyeva, su tío Efraín Yangali fue asaltado por terroristas de Sendero Luminoso, quienes le quitaron la gasolina del tanque de su camioneta. Con el combustible, los senderistas se dirigieron a atacar la comisaría de Churcampa, matando a dos policías. No denunció el robo por miedo, por lo cual los policías consideraron dicho silencio como complicidad con el terrorismo. Aquel veintiuno de noviembre, la Policía entró a la casa, llevándose a Fortunato y a sus dos hermanos Efraín y Rómulo, así como otro pariente, Hugo Bustamante. “Vamos a hacer unas preguntas. Estamos convocando a una reunión a todos los líderes del pueblo” dijeron los policías. Supuestamente los condujeron a la comisaría, aunque los testigos aseguran que los agentes y los detenidos caminaron en otra dirección.
Sonia hizo de todo para que Luyeva no se entere que su padre había desaparecido. Pensando que se había ido de viaje a Huamanga a hacer negocios, a sus once años, esperaba el bus que lo traería de vuelta, sentada en el pórtico de su casa. Pero un día de diciembre, poco antes de terminar la escuela, su profesora le contó todo. Su madre ya no se lo pudo seguir negando.
Ambas se avocaron a buscar a Fortunato en cada comisaría, en cada base militar, en cada edificio estatal en la región de Ayacucho. Hablaron con el general Clemente Noel, jefe de la base militar Los Cabitos, en Huamanga, conocido centro de torturas y desapariciones en aquellos años. El militar le dijo que en cualquier momento soltaban a su esposo, pero nunca volvió. Sonia seguía recorriendo comisarías y cuarteles, siempre llevando la ropa planchada de su esposo, mantas y algo de comer para él.
Incluso se logró denunciar el hecho ante los representantes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos que llegaron a Huamanga en 1984. Pero aun así, nunca se volvió a conocer el paradero de Fortunato, convirtiéndose en uno de los miles de desaparecidos en el conflicto interno del Perú. Sonia, como otras tantas esposas de desaparecidos, sufrió el estigma de ser familiar de un desaparecido, con lo que también se le coloca en la primera fila de la sospecha. La viuda de Fortunato cuenta que ya para fines de los ochenta, con la presencia del Ejército en Churcampa, no había problemas con Sendero Luminoso. El atentado contra la comisaría parecía ser cosa del pasado. Continuó viviendo en Churcampa, llevando una relación cordial con los militares, hasta el dieciocho de mayo de 1988.
Un par de horas pasada la medianoche, Sonia estaba durmiendo al igual que sus tres pequeños hijos, la menor de solo seis años, cuando escuchó un ruido. Abrió la puerta de su cuarto y vio a un hombre alto, con un buzo deportivo negro, quien junto con otros tipos la sujetaron. Uno de ellos le gritaba: “¡Cállate soplona!”. Intentó aferrarse a la puerta, pero la golpearon con el mango de un revólver. Los niños empezaron a gritar. Uno de los hijos logró escabullirse por una ventana. Mientras los hombres la sacaban de su casa, los niños estaban atados en el suelo. Sus captores se llevaron todo el dinero que encontraron y destruyeron sus pertenencias. Le amarraron las manos para que no ofrezca más resistencia. “¿Quiénes son ustedes para que me lleven? ¿Son senderistas o militares o rateros?” “¡Cállate, conchatumadre! ¡Ahorita te voy a dar en la cabeza!”. Con los ojos ya tapados, escuchó un fuerte tiroteo. Sonia pensó que los militares estaban llegando para rescatarla, sin saber que eran ellos mismos quienes disparaban para simular un enfrentamiento con Sendero. Cuando le sacaron la venda de los ojos, estaba rodeada de soldados, caminando junto con ellos en la carretera.
Dieron un rodeo a todo el pueblo para no ser vistos, hasta el cuartel de Churcampa. Todos vestían uniforme militar, salvo el tipo alto de buzo negro y el muchacho que la acusaba. Sonia, al haber sido secuestrada en mitad de la noche, ni siquiera llevaba zapatos. En el forcejeo, ya le habían golpeado el labio y su cabeza estaba sangrando. Cuando llegaron al cuartel, aquel hombre alto de negro, al que los soldados llamaban capitán, les ordenó que la lleven a la enfermería y la atiendan. Los soldados aprovecharon para interrogarla sobre los terroristas a los que presuntamente entregaba cartas.
Por la mañana, el capitán preguntó si la prisionera había confesado y al recibir una respuesta negativa, decidió trasladarla al cuartel militar de Castropampa, en Huanta, en un camión militar. Al llegar la metieron en un cuarto, donde empezó la tortura. Sonia describe al capitán que dirigía las torturas como alguien que “hablaba como un loco”.
“A esta mujer, vamos a castigarle, la vamos a colgar hasta que hable” y efectivamente la colgaron de pies y manos y la golpearon todo el día. “¡Porque eres mujer nomás! ¡Si fueras varón ya te hubiera sacado la mierda!” decía el capitán mientras la abofeteaba, sin hacerla hablar. Por la tarde, empezaron a usar electricidad y la metieron con ropa en un barril con agua, para que no se le formen moretones visibles. Horas más tarde, le dieron algo de comida por primera vez, pero a Sonia le dolían tanto los labios que no pudo comer. Tenía la nariz hinchada, llena de sangre y estaba temblando de frío.
Al no conseguir la confesión que querían, la volvieron a subir al camión militar junto con tres soldados y el muchacho que la acusaba, quien parecía ser un prisionero senderista, pero al que los miembros del Ejército trataban con total cordialidad. Sonia tenía las manos atadas. De nuevo, los militares simularon un enfrentamiento contra los senderistas, disparando al aire. Al llegar a Pirhuacocha, los soldados la bajaron del vehículo, le dispararon y la abandonaron allí, creyéndola muerta.
Luyeva tenía dieciséis años, estudiaba en la universidad y vivía Huamanga, cuando una prima suya le avisó que tenía que ir urgente a Churcampa. No le quiso contar por qué, ya que en los años ochenta, si los policías veían a alguien llorando en los buses, sabían que era familiar de un desaparecido. En medio de un paro armado convocado por Sendero Luminoso, logró llegar a su pueblo natal, donde todos sus vecinos le decían que su madre había sido secuestrada por terroristas. Incluso sus hermanitos le contaron que entraron a la casa personas con ponchos de campesinos, por lo que también asumieron que eran senderistas.
Tras denunciar en la base militar, los vecinos organizaron brigadas de búsqueda, juntándose en grupos y bajando a las quebradas. Aunque algunos lugareños conocían la verdad, callaban por miedo. Los soldados cuidaban la puerta de la casa, para darle seguridad ante un presunto ataque terrorista. Un día, a Luyeva le llegó una nota escrita por Sonia.
Fotos de Jai G. y Alan B.
«NOS ATREVIMOS A SOÑAR CON JUSTICIA»
Sonia logró incorporarse después de que le disparasen y de su cuerpo cayó un papel que decía: Así mueren las soplonas cachaqueras, un mensaje propio de las ejecuciones que hacía Sendero Luminoso a quienes consideraba informantes de los cachacos, nombre popular que se le da a los militares. No sabía dónde ir. Descalza como estaba, caminó toda la carretera hasta llegar al pequeño pueblo de Pichcay. Buscó a una señora que la conocía, quien se asustó al verla con cuerdas colgándole, con la ropa rota y sujeta con un alfiler. “¿Eres de esta vida o de otra vida?” “No. Estoy viva. Dame tu cuarto”. Al enterarse de la historia, la señora le pidió que se marchase por miedo a represalias, y lo mismo le ocurrió con otros vecinos. Ya tenía un pulgar en carne viva y sentía que eso dolía más que las balas.
Al día siguiente, salió hacia a las faldas del cerro Palca, donde encontró a otra señora, Alvina, a quien le pidió cobijo en su casa. “Si vienen acá, que nos maten pues” le respondió Alvina, sin miedo, cuando le contó todo. La fugitiva escribió una nota con todo lo ocurrido y le pidió al hijo pequeño de Alvina que la entregue al director de su colegio, donde también estudiaban sus niños. Dos días después de haber sido secuestrada, Sonia sintió que alguien con botas militares entraba a la casa de Alvina. Era su cuñado: “No te asustes, soy Pedro. Vamos a llevarte. En una oficina vamos a instalarte. Vamos a organizar para que saques a los chicos”. Alvina le lavó la cabeza con unas hierbas curativas. Estaba llena de tierra, de barro, de sangre. Volvió a su pueblo escondida en el asiento trasero de un coche del centro médico de Churcampa, tapada con una manta.
El joven que le dio a Luyeva la nota de Sonia también le dijo cómo encontrarla. La adolescente tuvo que fugarse de su propia casa escalando los muros, para evadir a los soldados de la puerta. “Los militares en realidad querían matarme a mí, por si yo sabía la ubicación. Ellos no la querían viva a mi madre, porque iba a contar de las cosas que hacían en los cuarteles”.
Al ver a su mamá con el rostro morado y la nariz negra, lloró. “Era un monstruo. No podía hablar”. Sonia le indicó que debía fingir seguir buscándola ante los efectivos del Ejército, para no levantar sospechas. “Esto no me hicieron los terroristas, me hicieron los militares. Sigue buscándome».
Al día siguiente, la viuda de Fortunato emprendió el viaje a Lima, escondida entre barriles de agua y gasolina en un coche. En el transcurso de las siguientes dos semanas, Luyeva fue enviando uno a uno a sus hermanitos. Finalmente, un día se subió a un camión que llevaba patatas a la capital, y dejó atrás su hogar para siempre, vacío, abandonado, como sigue hasta el día de hoy. Sonia llegó a la casa de su hermano Livio, quien ya vivía en Lima junto a la madre de ambos. Lloraron de alegría al verla. Se instaló en dicha casa, en el centro de la ciudad.
Las lesiones en su cuerpo eran cada vez más evidentes. Le salieron protuberancias en el cuello. De inmediato, la llevaron al médico, donde le tomaron radiografías. Sonia no quería decir la verdad, pero se descubrió que tenía aún balas en el cuerpo y el caso se hizo ya público.
Diversos activistas e instituciones de derechos humanos se interesaron en el caso, hasta llevarla con Esteban Roca, uno de los neurocirujanos más prestigiosos del Perú. “La bala se va a encontrar con la médula espinal y se va a quedar paralítica” sentenció el doctor, quien ordenó internarla. “Acá está tu regalito” le dijo Esteban Roca a Sonia cuando le entregó una de las balas que le extrajo mediante cirugía, aproximadamente un mes después del atentado. “Tenía la forma de un sombrerito” cuenta ella. Para el neurocirujano, resulta obvio que tiraron a matar. Señala que una bala quedó plana en contacto con la pared craneana, otra suspendida en la sección cervical y la tercera atravesó el tórax.
Cuando Luyeva llegó a Lima, logró una beca para la Universidad Nacional La Cantuta. Ahí era catedrático un hermano de Sonia, Hugo Muñoz, quien en 1992 fuera asesinado por militares de un escuadrón de la muerte, en la conocida masacre de La Cantuta.
Pedro, aquel cuñado de Sonia que la buscó en la casa de Alvina, murió misteriosamente asesinado en 1988, a los pocos meses. Del mismo modo, el chófer del auto de la posta médica, quien era esposo de una enfermera que la trató, murió baleado por desconocidos en su casa a inicios de los noventas.
Así que, por muchos años, temiendo que la busquen, usó su apellido de casada, llamándose Sonia Yangali en su nuevo documento de identidad que tramitó en Lima. Con otro de sus hermanos, construyó la casa donde hoy vive, en Huachipa, a las afueras de la ciudad, donde regenta un restaurante. Durante un buen tiempo, sentía miedo al ver a un policía o a un militar en la calle, se escondía dentro de su casa. “He estado en terapia, con muchos psicólogos he conversado. La nuca no la puedo voltear rápido. A veces me duelen los brazos. Cambió mi vida, ya no es igual”.
Para Gloria Cano, abogada de Muñoz, está más que probado que fue víctima de un atentado contra su vida por parte de soldados y oficiales que obedecían directivas del entonces comandante de la base militar de Castropampa en Huanta, Víctor La Vera Hernández, que por aquellos años usaba el seudónimo de Javier Landa Dupont. En el 2007, el mencionado oficial ya retirado del Ejército fue sentenciado a prisión por el asesinato del periodista Hugo Bustíos, ocurrido en Huanta en 1988. Sólo se consiguió llevar a juicio ante los tribunales peruanos por el caso de Sonia al ex teniente coronel La Vera, quien ya cumplió su anterior condena, sin que se logre incluir en el proceso a aquel capitán alto vestido de negro que lideró la irrupción al domicilio de la familia Muñoz y las torturas.
Durante el juicio, el abogado defensor del militar, el doctor Sócrates Grillo, acusó en repetidas ocasiones a Sonia de ser terrorista y afirmaba que toda la denuncia es parte de la trama de una senderista que vio fallido su accionar en un atentado y que fabricó la historia para burlar a todos. Justifica las heridas de su cuerpo diciendo que fueron esquirlas que la hirieron en combate, a pesar de que el neurocirujano Esteban Roca habló de balas, no de esquirlas. En el imaginario del abogado, ser medio hermana del profesor Hugo Muñoz o haberles puesto nombres rusos a sus hijos, como Glinka Luyeva, Leonov o Fedor, vendrían a ser indicadores inequívocos de su supuesta filiación terrorista.
En diciembre del 2017, la Sala Penal Nacional del Perú, especializada en casos de terrorismo y violaciones de derechos humanos, decidió finalmente absolver de todos los cargos a Víctor La Vera por falta de pruebas. Los cuatro hijos, ya mayores y con su propia familia cada uno, rompieron en llanto junto a su madre. A la salida de los tribunales, tras escuchar la nefasta sentencia, Sonia dijo, entre lágrimas: “Nos atrevimos a soñar con justicia”.
Imágenes del archivo de la familia Yangali Muñoz